Hace unos días, durante una cata, ocurrió algo interesante. Percibí un aroma y, casi de inmediato, lo asocié con el desayuno de mi infancia. La persona a mi lado, en cambio, dijo que le recordaba a unos snacks de maíz. Misma cerveza, mismos ingredientes… ¿cómo es posible que la percepción sea tan diferente?
Aunque la nariz es la puerta de entrada de los olores, es el cerebro quien realmente los interpreta. Cada vez que percibimos un aroma, nuestro cerebro busca en su “biblioteca olfativa” una referencia similar. Y como cada persona ha vivido experiencias distintas, las asociaciones son únicas.
A esto se suma la genética. Contamos con cientos de genes dedicados a la detección de olores. Las variaciones individuales en esos genes afectan cómo percibimos la intensidad, los matices o incluso la presencia de ciertos compuestos. En otras palabras, no todos olemos exactamente lo mismo.
Volvamos a una cata. Dos personas prueban la misma cerveza. Una comenta:
— “Me huele a cereales del desayuno.”
La otra responde:
— “Para mí es claramente maíz tostado, como chaskis.”
Ambas están percibiendo el mismo compuesto —probablemente relacionado con la malta—, pero cada uno lo interpreta de manera distinta según sus propias referencias personales. Nadie se equivoca. Simplemente están usando marcos distintos para interpretar la misma señal.
No. Nuestra “huella olfativa” es tan personal como una huella dactilar. Lo que para uno es “cereales de desayuno”, para otro puede ser “chaskis”. Todo depende de nuestras vivencias, cultura y recuerdos.
Esta variabilidad es precisamente una de las razones por las que el análisis sensorial se apoya en paneles entrenados. No buscan eliminar la subjetividad, sino crear un lenguaje común que facilite describir, comparar y entender mejor el perfil sensorial de un producto.
La forma en que describimos un aroma está influenciada por nuestra historia, nuestra biología y nuestras experiencias. Por eso, en una cata, no se trata de quién tiene razón, sino de comprender lo que hay detrás de cada percepción. Y de construir, poco a poco, un vocabulario compartido que nos permita comunicarnos mejor.
Porque al final, los aromas no solo se huelen… también se recuerdan, se sienten y se viven.